(2Sam 18, 9-10. 14. 24-25. 30-19, 3 / Sal 85 / Mc 5, 21-43)
Esta semana hemos estado meditando acerca del amor que Dios nos tiene y cómo Él siempre procura nuestro bien, algo que ha quedado patente con el envío de nuestro Señor (Cf. Jn 3, 16-17) que “hizo suyas nuestras debilidades y cargó con nuestros dolores”. Dependerá de nosotros si aceptamos el amor que se nos ofrece o no.
En la primera lectura escuchamos el llanto de el rey David tras la muerte de su hijo Absalón, aun cuando este hijo le estaba persiguiendo y queriendo matar por su ambición, al enterarse nos dice la palabra que “entonces el rey se estremeció. Subió al mirador que está encima de la puerta de la ciudad y rompió a llorar…”
Imaginarme la escena del rey David me recordó una frase de Jesús: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que está en el cielo dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!” (Mt 7, 11), a nada le debemos permitir que limite nuestra confianza en Cristo, debemos de acudir a Él teniendo en cuenta su amor y su poder, tal como hizo la hemorroísa y Jairo.
Padre bueno, te pedimos que aumentes en nosotros la experiencia de tu amor, nos acercamos a tu hijo confiando en que él nos puede curar de todas aquello que nos aqueja, prestémosle mayor atención a Él que a todas aquellas voces externas que le quieren callar. Espíritu Santo infunde en nosotros la fuerza de tu amor, para vivir con la confianza de ser hijos amados, no como si fuésemos huérfanos.
(P. JLSS)
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