(Gn 18, 20-32 / Sal 137 / Col 2, 12-14 / Lc 11, 1-13)
El domingo pasado, tras meditar sobre «el buen samaritano», se nos presentaron a Marta y María, como ejemplos de formas de responder ante la presencia de Dios. Hoy nos preguntaremos si nuestra manera de vivir manifiesta a alguien que se sabe hijo de Dios y pediremos nuevamente a nuestro Padre que su amor se nos note.
Quienes estamos bautizados sabemos que en nuestro interior habita el Espíritu Santo , sabemos también que “hemos recibido un espíritu de hijos, que nos hace exclamar: ¡Padre!” Nuestro Padre es misericordioso, lo ha sido contigo y conmigo, nos pide imitarle. Hacer el bien y no detenernos tanto a describir el mal y si no está en nuestras manos hacer algo porque cambie determinada situación orar por ello.
El ejemplo que da Abraham es maravilloso, ante lo que a sus ojos parecía incomprensible, le pregunta “¿Será posible que tú destruyas al inocente junto con el culpable? Supongamos que hay cincuenta justos en la ciudad, ¿acabarás con todos ellos y no perdonarás al lugar en atención a esos cincuenta justos?…” (y sigue con 45, 40, 30, 20, 10…) No podía entender que Dios diera el mismo desenlace a inocentes que culpables, por eso le pregunta a Dios, le pide por aquello que no comprende, con insistencia. ¿Existe algo en tu vida por lo que ya no haces oración?
Jesús en el Evangelio después de enseñarnos a rezar al «Padre de nosotros» nos invita a no desanimarnos a no olvidarnos de todo lo que ha hecho Él por nosotros y tener presente que si nosotros, que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan? Pidamos, busquemos y toquemos… es nuestro Padre no nos rindamos frente a nada.
(P. JLSS)
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