DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO

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(Is 58, 7-10 / Sal 111 / 1Cor 2, 1-5 / Mt 5, 13-16)

La semana pasada se nos invita a ser «pobres de espíritu», a ser de ese resto que aún a pesar de todos los inconvenientes y dificultades se aferran a Dios, no a las riquezas ni a las falsas seguridades. Hoy se nos invita a algo muy sencillo: ser buenos, no aparentar bondad, querer ser buenos.

Para ser buenos se necesita aceptar la grandeza de Dios en medio de nuestras limitaciones y ser capaces de reconocer que el otro también es amado por Dios en medio de sus limitaciones concretas y sus necesidades o con palabras de Jesús: ser sal de la tierra y luz del mundo.

La sal no le da sabor a la comida, realza el que ya tiene. La luz disipa la oscuridad no se pelea con ella. Jesús les pide a sus discípulos ser sal y luz justo después de decirles las bienaventuranzas, el oficio de los discípulos será anunciar el reino y llevar a Dios. San Pablo les dice algo parecido a los corintios: “no quise convencerlos con palabras de hombre sabio; al contrario, los convencí por medio del Espíritu y del poder de Dios, a fin de que la fe de ustedes dependiera del poder de Dios y no de la sabiduría de los hombres.”

Procuremos ser buenos, dejemos el protagonismo de todo nuestro trabajo a Dios, preguntémonos si nuestras “buenas obras” buscan la mayor gloria de Dios o la mera vanagloria personal. Comencemos haciendo caso a las palabras del profeta: “Cuando renuncies a oprimir a los demás y destierres de ti el gesto amenazador y la palabra ofensiva; cuando compartas tu pan con el hambriento y sacies la necesidad del humillado, brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”.

(P. JLSS)

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