MIÉRCOLES – SEMANA I DEL TIEMPO ORDINARIO

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(Hb 2, 14-18 / Sal 104 / Mc 1, 29-39)

¿Dejamos que Dios se involucre en todas las actividades de nuestra vida? Hemos escuchado en el pasaje del Evangelio como era una jornada del Señor: fue a la sinagoga, curó a muchos enfermos de diversos males y poseídos por los demonios, en la madrugada oraba antes de ponerse nuevamente a predicar.

El autor de la carta a los Hebreos, para ayudarnos a reconocer la misericordia de Dios en la encarnación, nos dice que Jesucristo “tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo”.

En medio de todas nuestras actividades diarias debemos procurar atender la voz de Dios antes de cualquier otra cosa, poner mayor atención a su Palabra: “Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor; yo las conozco y ellas me siguen.” Es como una exigencia para todos los que nos consideramos sus discípulos.

Por ello, hay que pedirle ahora al Señor su fortaleza para no desanimarnos nunca, deberíamos tener siempre a la mano un crucifijo, para cuando los pensamientos triunfalistas nos estén convenciendo de abandonar la cruz, el Espíritu Santo nos recuerde el ejemplo de Jesús y “como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba”.

(P. JLSS)

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