(Hch 18, 9-18 / Sal 46 / Jn 16, 20-23)
Cuando uno discierne algo dejando que Dios se involucre en su vida y en sus decisiones puede estar seguro de que Él también le enviará los medios para que se reconozca esto, por lo general lo hará mediante del consuelo, de la claridad, del entusiasmo y de la paz.
Si una decisión no va cargada de eso, hay que dudar de ella. Esto lo traigo a colación porque ayer escuchamos como san Pablo decide ya evangelizar sólo a los paganos, y hoy escuchamos como el Señor le consuela: “No tengas miedo. Habla y no calles, porque yo estoy contigo y nadie pondrá la mano sobre ti para perjudicarte. Muchos de esta ciudad pertenecen a mi pueblo.”
Como a Pablo, a ti y a mí también, el Señor nos auxiliará para que seamos capaces de reconocer cuando nuestras decisiones han sido bien discernidas o acaloradas. Aunque de momento pudiera parecernos imposible o muy dolorosa la aceptación de la voluntad de Dios tengamos la seguridad de que el no nos dejará desamparados, pues su voluntad es que todos nosotros nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad (1Tim 2, 4).
Jesús nos pone como ejemplo, la analogía de la mujer cuando da a luz y cómo cuando da a luz se le olvida la angustia y dolores de parto por la alegría de ser madre; pongamos en manos de Dios nuestras dificultades, confiemos en sus manos todo lo que nos llena de angustia e incertidumbre. Y después de un momento de silencio, releamos las palabras del Señor: “así también ahora ustedes están tristes, pero yo los volveré a ver, se alegrará su corazón y nadie podrá quitarles su alegría. Aquel día no me preguntarán nada”.
(P. JLSS)
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