(1Jn 2, 18-21 / Sal 95 / Jn 1, 1-18)
Ayer que hablábamos de la Sagrada Familia, nos detuvimos a reflexionar qué era aquello que hacía que esta familia fuese sagrada: la presencia de Jesús. Decíamos también, que dejando que Jesús se involucre en nuestras vidas con mayor intensidad podremos hacer de ellas algo sagrado, seremos más sensibles a reconocer la presencia de lo divino.
Las personas que viven con nosotros ¿se encuentran con alguien que se sabe profundamente amado por Cristo o con alguien que pareciera estar desamparado? Nosotros reconocemos que con la encarnación Jesucristo “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios…” de allí la importancia de valorar su cercanía.
Quien es indiferente a todo lo que este asombroso misterio encierra, corre el riesgo de dejarse confundir y en el momento de la dificultad rechazar consciente o inconscientemente la fe, como si de un anticristo se tratara, “Por lo que a ustedes toca, han recibido la unción del Espíritu Santo y tienen así el verdadero conocimiento”. Nosotros no nos dejamos iluminar más que por Cristo y el Espíritu Santo.
Pidámosle a nuestro Padre Celestial que nos auxilie con su amor y con su gracia para no olvidar que estamos en Cristo, que “de su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.” Nosotros no debemos vivir centrados en el mal, el pecado, el miedo; nosotros debemos vivir gozosos en la libertad que Cristo nos ha dado (Cf. Gal 5, 1)
(P. JLSS)
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