(Am 3, 1-8; 4, 11-12 / Sal 5 / Mt 8, 23-27)
Recordando la palabra del día de ayer hemos de reconocer que quién quiera honrar a Dios, lo primero que necesita hacer es darle gracias por todos los dones recibidos, quien es agradecido no anda deseando ni envidiando tanto porque reconoce lo que ha obrado Dios en su vida.
Quien se olvida de los beneficios de Dios, andará cabizbajo, sin rumbo fijo, triste… o buscará una supuesta felicidad en otras cosas secundarias (casi siempre materiales) ¿agradeces los beneficios de Dios? ¿Dónde pones tu alegría y felicidad? ¿Donde le buscas?
Mientras todos se distraen, los que confiamos en Dios debemos decir algo semejante a lo del salmo: “Pero yo, por tu gran misericordia, entraré en tu casa y me postraré en tu templo santo con reverencia de alma.” Las sentencias que se hacen en la primera lectura, son reclamos a un pueblo que ha olvidado con quién cuenta y los auxilios de Dios.
Los discípulos de Jesús corremos el mismo riesgo que el pueblo de Israel si nos dejamos distraer, que contando con el Espíritu Santo nos dejemos atemorizar por lo que no comprendemos. Atrevámonos y digámosle al Señor todo lo que nos preocupa “Señor, ¡sálvanos, que perecemos!”, como los personajes del Evangelio y contestemos la pregunta con la que “Él les respondió: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”
(P. JLSS)
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