MARTES – SEMANA III DEL TIEMPO ORDINARIO

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Conversión de san Pablo, Apóstol.
(Hch 9, 1-22 / Sal 116 / Mc 16, 15-18)

Ayer escuchamos en el evangelio una sentencia de muy fuerte: “…el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón…” (Mt 12, 31-32; Lc 12, 10; Mc 3, 28-30), y el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo» (Cf. CIC n. 1864).

Me he querido detener en eso, porque hoy celebramos la conversión de San Pablo, un apasionado de Cristo, un abandonado al impulso de la gracia. Pablo era una persona que buscaba la verdad y al encontrarla, permaneció fiel a ella, incluso llega a decir en su carta a los Filipenses «Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo» (Flp 3, 8).

La conversión de san Pablo, nos enseña que la frase del Evangelio, “Yo los he elegido del mundo, para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”, es algo que se cumple sencillamente teniendo siempre presente nuestro encuentro con Cristo, agradecer la misericordia de Dios y dejar que su amor nos impulse.

Entre más nos abandonemos al amor de Dios mayores serán nuestras obras. Pidámosles a nuestro Padre Celestial, por intercesión de san Pablo, apóstol, dejar de mirar tanto nuestras limitaciones y nuestro pasado, y aferrarnos sólo al amor de Cristo para poder experimentar como san Pablo: «y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».

(P. JLSS)

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