JUEVES – SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

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(Ex 24, 3-8 / Sal 115 / Hb 9, 11-15 / Mc 14, 12-16. 22-26)

Tras la celebración de la Pascua, la ascensión del Señor y Pentecostés, hemos venido otras celebraciones que podríamos decir son adicionales: Jesucristo sumó y eterno sacerdote, la Santísima Trinidad y hoy celebramos el don de la Eucaristía. Dios demuestra una vez más que nunca se olvida de nosotros y nos ofrece todo lo que necesitamos para nuestra vida.

No puede haber católico acostumbrado a no comulgar, ni a comulgar por costumbre, él se quiso quedar como alimento para nosotros para fortalecernos, la Eucaristía no es un premio para “los buenos” (como si de un grupo selecto se tratara), es fortaleza para los débiles (todos somos débiles en algo). Es formar parte de lo que Cristo ha querido ofrecer por nosotros al padre.

Cuando hablamos del milagro de la «transubstanciación» aceptamos las palabras del santo de Aquino: “Hay cosas que no entendemos, pues no alcanza la razón; mas si las vemos con fe, entraran al corazón.” Cristo se ha quedado como alimento para que no andemos queriéndonos saciar con cualquier cosa, no hay nada peor que rechazar algo valioso solo por creerse no merecedor del mismo.

“Cristo es el mediador de una alianza nueva. Con su muerte hizo que fueran perdonados los delitos cometidos durante la antigua alianza, para que los llamados por Dios pudieran recibir la herencia eterna que Él les había prometido.” Y esta nueva alianza es de la que guste que participemos, no solo como espectadores sino como comensales de la misma, hasta que la volvamos a comer junto a él en el cielo. Pidamos a Dios que por este sacramento admirable «experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención.»

(P. JLSS)

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