(Jer 30, 1-2. 12-15. 18-22 / Sal 101 / Mt 14, 22-36)
El día de ayer meditábamos acerca de la necesidad que tenemos de realmente considerar al Señor como nuestra mayor riqueza, porque de acuerdo donde tengamos nuestro tesoro allí estará nuestro corazón; también decíamos que no convencernos de esta verdad hará que interpretemos la realidad con criterios meramente humanos, como los discípulos por creer que no tenían suficiente querían despedir a la gente para que compraran comida.
Estando Jesús con ellos, no creían tener lo suficiente… hoy nos encontramos otra escena semejante, se dejan impresionar por lo que les parece ilógico o imposible (Jesús caminando sobre el agua) en lugar de pensar en el poder que ya había manifestado el Señor en la multiplicación de los panes. El único que deja entrar la posibilidad es Pedro, pero termina dudando.
Tenemos entonces dos situaciones concretas: por un lado, aquellos que se olvidan de Jesús por pensar en “lo que les falta”; y, por el otro, a quienes aún conociendo el poder de Jesús se dejan impresionar por la fuerza de cualquier viento y comienzan a hundirse ¿a cuál de estos te pareces más? Aquí lo realmente importante es que te acerques a Jesús y le dejes actuar, y cuando parecieras hundirte, volver de nuevo tu vista a Él, siempre hacia Él.
Pidámosle a Dios que nos conceda la capacidad de recurrir siempre a Él, que antes de querer justificar las consecuencias de nuestros actos, o de quererle echar la culpa a él o cualquier otra persona, seamos responsables y volvamos a Él, que no vuelva a pasar que por inseguros busquemos refugios baratos que jamás nos traerán paz, sino que le busquemos sólo a Él.
(P. JLSS)
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