(2Sam 7, 18-19. 24-29 / Sal 131 / Mc 4, 21-25)
Tras la Aclamación: “Tus palabras, Señor, son una antorcha para mis pasos y una luz en mi sendero”, cabe detenerse un poco y cuestionarnos acerca de esto ¿qué tanto acudimos a la palabra de Dios? ¿Le tomamos en cuenta para nuestras tomas de decisiones? No quiero que se mal entienda, se trata de procurar que nuestra fe concuerde con nuestra manera de vivir.
El rey David, al principio de su historia no se dejaba seducir por la ambición desmedida ni por el poder porque tenía muy presente la elección de Dios; incluso hoy, hemos leído cómo es su impresión tras las palabras del profeta Natán prorrumpe en alabanzas a Dios por bendecir a «su casa, su descendencia».
Más adelante escucharemos cómo hay un periodo de tiempo en su vida en el que si se deja seducir por la corona y comete injusticias… ¿cuál es el error de David en esos momentos? Dejar de recordar las proezas que el Señor había hecho en su casa… cosa que no pasó con Pablo, Timoteo, Tito y todos los santos.
Dejemos que las palabras del Evangelio nos confronten: “¿Acaso se enciende una vela para meterla debajo de una olla o debajo de la cama? ¿No es para ponerla en el candelero?”, y pidámosle a nuestro Padre Celestial que por la fuerza del Espíritu Santo haga que nunca se nos olvide que el demonio tienta por un camino muy claro: la ambición desmedida, la vanidad y la soberbia, si dejamos que esta última se enraíce en nuestro interior nos creeremos merecedores de todo y no nos importará nada más que nosotros mismos, estaremos cerrados a los demás.
(P. JLSS)
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