(Ap 7, 2-4. 9-14 / Sal 23 / 1 Jn 3, 1-3 / Mt 5, 1-12)
Cuando escuchamos la palabra «santo» ¿que se viene a nuestra cabeza? Para algunos puede reducirse esto a algo meramente canónico, pero no es así. Los santos son aquellos hermanos nuestros que han perseverado hasta el final en la vida de la gracia, en el llamado que tenemos todos «a la plenitud de la vida Cristiana y la perfección de la caridad» (Cf. LG 40).
Ciertamente qué hay un listado de hermanos a los cuales nos dirigimos en cierto día, pero la solemnidad de hoy celebra a todos aquellos que han logrado «negarse a sí mismos y tomar su cruz en pos de Jesús» (cf. Mt 16, 24). Aquellos que “son los que han pasado por la gran tribulación y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero…” cómo nos presenta a esta gran muchedumbre el apóstol San Juan.
¿Cómo lograron esto? Creo que lo primero fue en mirar más lo que se les ofrece que sus limitaciones, confiar más en la gracia que en sus capacidades y anhelar encontrarse con el amor en plenitud. “Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza, se purifica a sí mismo para ser tan puro como él.”
Tras esa atención total en el amor de Dios, en la misericordia, es que comienzan a perfeccionar su caridad y a cumplir con las bienaventuranzas sin darse cuenta. Quien aspire a la santidad debe dejar que le haga fuerza nuestra esperanza, aquí no se acaba nada, lo mejor está por venir. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús!
(P. JLSS)
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