(Is 7, 10-14 / Sal 66 / Gal 4, 4-7 / Lc 1, 39-48)
Tras la anunciación, declararse como la esclava del Señor y abandonándose al cumplimiento de su palabra en ella, el evangelio nos cuenta que “María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.” Tras reconocer la acción de Dios en ella se puso a servir.
En esta visita suceden cosas muy sutiles pero de mucha profundidad: el Precursor reconoce en ese niño en el seno de María al Salvador, ambos estando desde el vientre de su madre; quien recibe a María «queda llena del Espíritu Santo» y reconoce la grandeza de la Madre del Señor; por último se nos da el testimonio de humildad de la Santísima Virgen María con el Magnificat, donde ella reconoce que le llamarán dichosa porque grandes cosas ha hecho ella el que todo lo puede.
En el Misterio Guadalupano cada uno de nosotros hemos de reconocer esto, María nos visitó para ayudarnos tanto a ambas culturas que se encontraban, fue reconocida y dejó un testimonio de su cercanía. Desde entonces mirar el ayate para los mexicanos es la Señal de que Dios nos envía, el cumplimiento de la profecía: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.”
Dejemos que la sencillez de Santa María de Guadalupe nos impresione, nos haga sentir nuevamente muy especiales y amados por Dios nuestro Padre. Que su presencia entre nosotros nos recuerde que somos hijos de Dios que «envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abbá!», es decir, ¡Padre! Así que ya no somos siervos, sino hijos; y siendo hijos, somos también herederos por voluntad de Dios.” No tengamos miedo a nada, ¿no está con nosotros María que es nuestra madre?
(P. JLSS)
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