(Ap 1, 19; 12, 1-6. 10 / Sal 44 / 1Cor 15, 20-27 / Lc 1, 39-56)
En el Catecismo de la Iglesia podemos encontrar la definición de este Dogma: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (CCE 966, LG 59).
Este Dogma, como todos los demás dogmas marianos, son definiciones solemnes que la Iglesia hace acerca de lo que ha venido creyendo acerca de las gracias especiales concedidas en virtud de ser la Madre del Hijo, de ella confesamos que es Madre de Dios, que permaneció Virgen, que nació sin pecado y que ni muerta conoció la corrupción (que es lo que celebramos hoy).
Ante nuestra Madre, no resta más que dejarse impresionar por tanto misterio y aceptar en ella que para Dios no hay imposibles (Lc 1, 37) y nuestra pequeñez frente a su humildad y exclamar como Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme?”.
En María podemos contemplar tambien lo que sucederá con los que somos de Cristo al final de los tiempos, seremos llevados con él. “En efecto, así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida; pero cada uno en su orden: primero Cristo, como primicia; después, a la hora de su advenimiento, los que son de Cristo.” Que el Espíritu Santo fortalezca nuestra esperanza en la vida eterna.
(P. JLSS)
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