(Gn 18, 1-10 / Sal 14 / Col 1, 24-28 / Lc 10, 38-42)
La semana pasada reflexionábamos cómo para ser un buen cristiano se debe procurar ser bueno y no solamente hacer cosas buenas; para dar testimonio de ser discípulos de Jesús debemos dejar que su amor y gracia ejerzan su fuerza en nosotros y no sólo reducirlo a hacer cosas “buenas”. Hoy la palabra nos invitará a discernir en qué fundamentamos nuestro seguimiento.
En el salmo respondíamos “¿quién será grato a tus ojos, Señor?”, lo que deberíamos traducir a la pregunta: «¿estoy siendo grato a los ojos de Dios?» y seguir haciendo el mismo ejercicio con cada uno de los versos del salmo… y ante la aclamación, “Dichosos los que cumplen la palabra del Señor con un corazón bueno y sincero, y perseveran hasta dar fruto” preguntarnos sobre los frutos de nuestro perseverancia.
Quien hace esto genuinamente, debe evitar caer en la tentación de compararse con los demás, porque por lo general lo haremos con personas que justifiquen nuestras acciones y con las que podemos decir «no esto tan mal» según nuestros criterios y no los del Señor. Algo así le sucedió a Marta: “Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude”. A Marta le preocupaban muchas cosas menos la importante, aprovechar la presencia del Señor.
San Pablo, recuerda a los paganos que Cristo vivía en ellos y esa era su esperanza; Abraham, por su parte, ante la visita de estos tres misteriosos personajes, pide que no pasaran de él sin detenerse. Siguiendo el ejemplo de ambos recordemos que Cristo habita en nosotros y su presencia se nos debe de notar, procuremos que su presencia no sea en vano y esforcémonos por ser buenos. Escuchemos más al Señor y busquemos aprender de él y dejar de aparentar. No seamos de aquellos que saben esconder con buenos modales sus malas acciones.
(P. JLSS)
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