(Gn 12, 1-4 / Sal 32 / 2Tim 1, 8-10 / Mt 17, 1-9)
La semana pasada escuchamos en el Evangelio las tentaciones de Jesús en el desierto y cómo el diablo se aprovecha de su hambre para comenzar a tentarle; hoy hemos escuchado la narración del misterio de la Transfiguración del Señor, donde “su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve”, manifestando con claridad su gloria.
Mateo nos cuenta este misterio después de la invitación que Jesús hace a sus discípulos de seguirle por el camino de la Cruz y del Sacrificio para confortar su fe, manifestar la meta a la que aspiramos. Del valor que demos a la meta que queramos alcanzar depender la magnitud del esfuerzo que pongamos por alcanzarlo.
“Pues Dios es quien nos ha salvado y nos ha llamado a que le consagremos nuestra vida, no porque lo merecieran nuestras buenas obras, sino porque así lo dispuso él gratuitamente.” La cuaresma es un tiempo de preparación para aceptar la grandeza de nuestra redención, somos pueblo de Dios, hemos sido salvados por pura misericordia y que nuestra meta está firme en Jesucristo.
¿Qué necesitamos para que anhelar alcanzar al Señor? La semana pasada quedamos en que debíamos quitar lo que estorba, hoy el Padre celestial deja en claro lo segundo, “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”, hagamos un momento de silencio y reflexionemos qué tanto anhelamos la vida eterna.
(P. JLSS)
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