(Jer 17, 5-10 / Sal 1 / Lc 16, 19-31)
Ayer escuchamos en la Palabra un ejemplo de cómo quien se cierra a Dios es capaz de destruir, o por lo menor intentarlo, todo aquello que le llegue confronte; hoy, se nos da otra característica para reconocer si se está cerrando a Dios: confiar en los hombres (entiéndase estructuras, puestos, nombramientos…)
Quien antepone su puesto a su realidad, ha dejado de reconocer su dignidad como persona y cómo hijo de Dios, desgraciadamente terminará por quedarse muy corto en la manera de interpretar la realidad y las situaciones de la vida diaria. En cambio, quien confía en Dios “Es como un árbol plantado junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita. En todo tendrá éxito.”
En el Evangelio escuchamos la historia de Lázaro a quien le tocó la desgracia de vivir cerca de un rico ensimismado, cerrado a los demás, hasta a quien mendigaba fuera de su casa. Nuestra confianza en Dios también se manifiesta en la generosidad y, por supuesto, en la caridad. ¿Existe alguien cercano a ti de cuyos «males» y dificultades ya te hayas acostumbrado? ¿Existe en tu hogar algún leproso que ya ignores?
Padre Celestial, te pedimos que el Espíritu Santo ablande nuestro corazón para ser capaces de amar en aquellas situaciones donde por dolor o desconfianza le hayamos endurecido. Muchas veces el «qué dirán» nos limita para hacerlo, por eso te pedimos que el único que nos importe «qué dirá» seas Tú, que has demostrado cuánto nos amas.
(P. JLSS)
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