VIERNES – SEMANA III DE PASCUA

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(Hch 9, 1-20 / Sal 116 / Jn 6, 52-59)

El día de hoy hemos escuchado en la primera lectura la narración de la vocación de San Pablo, como este hombre que buscaba la verdad sinceramente al encontrarse con ella la aceptó sin poner resistencia, aun cuando eso implicó abandonar todas sus seguridades. Pablo aceptó que Cristo es la verdad, por eso renunció a todo lo demás.

Dios es amor y nos ama, a través de toda la historia de salvación ha querido manifestar el inmenso amor que nos tiene, y llegada la plenitud de los tiempos Dios nos envió a su Hijo (Cf. Gal 4, 4-5) y el mismo Señor ha querido dejarnos su cuerpo como alimento para el camino. Es un misterio que se debe aceptar para poderle ir comprendiendo.

Ante la pregunta ¿como puede este darnos a comer su cuerpo? el Señor responde con claridad: “Si no comen (φάγητε: acción de comer, devorar, consumir) la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come (τρώγων: Comer, roer, masticar, comer masticando) mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día.” No es en sentido figurado es literal, debemos masticarle, roerle.

No nos podemos acostumbrar a no comulgar, si no tienes ninguna cuestión irregular ¿por qué no comulgas? Recuerda las palabras del Señor: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él.” Abramos las puertas de nuestro interior al Señor, volvamos a la comunión sacramental, todo será diferente.

(P. JLSS)

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