(2Cor 9, 6-10 / Sal 111 / Jn 12, 24-26)
Cuando conmemoramos a un mártir no recordamos su tormento, sino su testimonio de fe, su confianza en Dios y lo firme de su esperanza. Podríamos decir que en ellos vemos cumplidas las palabras del Señor: “El que me sigue no caminará en la oscuridad, y tendrá la luz de la vida…”
San Lorenzo murió el diez de agosto del 257, cuatro días después que el Papa Sixto y después de repartir los bienes que la Iglesia de Roma tenía en esos momentos a los pobres. Cuando el alcalde de Roma le pidió que los «tesoros» de la Iglesia, el diácono Lorenzo le presentó pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Los tesoros más preciados de la Iglesia.
Este santo debe ser un ejemplo para cada uno de nosotros, no solamente por su martirio sino también por tener claro cuál debe ser nuestra prioridad sobre cualquier cosa: la caridad. San Pablo invitaba a los corintios a tener generosidad para apoyar a una comunidad diciéndoles: “Recuerden que el que poco siembra, cosecha poco, y el que mucho siembra, cosecha mucho. Cada cual dé lo que su corazón le diga y no de mala gana ni por compromiso, pues Dios ama al que da con alegría.”
Pidámosle a Dios que aumente nuestra fe y que nos ayude para no poner nuestras miradas o confianza en otras cosas fuera de Él, que únicamente él sea nuestro tesoro para dejarnos conmover por las necesidades del otro. “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.” No vayamos muy lejos, en nuestros hogares y familias seguramente hay alguien que necesita de nuestra caridad para acercarse a Dios.
(P. JLSS)
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