MIÉRCOLES DE LA OCTAVA DE PASCUA

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(Hch 3, 1-10 / Sal 104 / Lc 24, 13-35)

Todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas nos podemos identificar con la historia de los discípulos de Emaús, quienes al no entender del todo la realidad caminan entristecidos y por prestar demasiada atención a lo que no entienden, no son capaces de reconocer la presencia del Señor a su lado.

Nosotros somos testigos de que “ni aunque transcurran mil generaciones, se olvidará el Señor de sus promesas, de la alianza pactada con Abraham, del juramento a Isaac, que un día le hiciera.” Por ello debemos estar atentos para no permitirle al miedo o a lo desconocido que nos haga dudar.

¿Qué tanto valoras el contar con el Señor de tu lado? ¿Tienes tu confianza puesta en Él? Pedro y Juan eran conscientes de que contar con el Señor era su verdadera riqueza, “«No tengo ni oro ni plata, pero te voy a dar lo que tengo: En el nombre de Jesucristo nazareno, levántate y camina.» Y, tomándolo de la mano, lo incorporó. ¡Qué bello poder vivir siendo conscientes de esto!

Tanto los discípulos de Emaús como tú y yo contamos con el mismo alimento que nos ayudará a permanecer fieles al Señor, todos nosotros contamos con la posibilidad de vivir una comunión y experimentar la claridad de su presencia: “Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció. Y ellos se decían el uno al otro: «¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!.»”

(P. JLSS)

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