(Is 43, 16-21 / Sal 125 / Flp 3, 7-14 / Jn 8, 1-11)

La semana pasada escuchamos en el Evangelio la parábola del «hijo pródigo» y reflexionábamos acerca de la Misericordia de Dios, que quiere que todos nosotros nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad (Cf. 1Tim 2, 4). Hoy la palabra nos deja algo muy claro, la misericordia se entiende más en singular que en plural.

Si les preguntara qué significa la siguiente frase: «καὶ ἡγοῦμαι σκύβαλα ἵνα Χριστὸν κερδήσω» ¿qué me responderían? Lo más probable es que la mayoría dijera que no, porque desconocen el idioma, porque no entienden, etc… incluso debo decir que es parte de la segunda lectura que acabamos de escuchar. Se debe conocer el idioma para conocer el mensaje.

Así pasa con la misericordia, si no dejamos que «la buena noticia» de Dios, su mensaje y su amor penetren completamente nuestro ser, no la comprenderemos si te interesa saber si Dios puede perdonar a todos los pecadores perderás mucho tiempo, lo que realmente debe importarte es que Dios quiere perdonarte y transformar tu existencia. Procuremos hacer como San Pablo que enseñó a los filipenses: “olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo”. ¿Te interesa ganar el cielo?

Dejemos que la misericordia de Dios entre en nosotros, presentémonos ante Jesús con todos nuestro pecados, es más, presentémonos también con los que nos achacan y dejemos que él nos diga: “…¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?… Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”. Tras aceptar su misericordia busquemos su perdón y esforcémonos sólo por «conocer a Cristo, experimentar la fuerza de su resurrección, compartir sus sufrimientos y asemejarnos a él en su muerte, con la esperanza de resucitar con él de entre los muertos».

(P. JLSS)